Crónicas desde la Hacienda Gran Ecuador

¿Harto de no entender al Ecuador? ¿Cansado de la irracionalidad, el caos, el folclor y los abusos? Ya no te tires de los cabellos. Nuestro lugar natal no es una república, no es una nación, no es un país. Es sólo un verde latifundio. ¿Ciudadano tú? No seas ingenuo. A lo máximo a lo que puedes aspirar es a ser un cumplidor capataz. Contigo, Crónicas desde la Hacienda Gran Ecuador, producto de un grupo de esclavos semianalfabetos que han decidido dar un paso hacia la libertad. ¡Únete!

sábado, noviembre 18, 2006

Juventud, divino tesoro
por
Simón Espinosa Jalil

La juventud está de moda en estos días. El discurso del joven candidato presidencial que se bate en la segunda vuelta apela constantemente a la nueva generación. Confía en ella para derrotar a las viejos mañosos que han convertido a la Hacienda Gran Ecuador en lo que es.

Es aceptado por la mayoría que la juventud es idealista, valiente y está libre de los vicios tradicionales de la política. Virginal y sin miedo, aterriza cuan paracaidista en el mundo de los viejos dispuesta a cambiar el mundo. Por lo tanto, parece ser la única capaz de construir un país diferente.

No es, sin embargo, la primera vez en la historia que se considera a la juventud como la esperanza de un pueblo. Al contrario, su participación, aunque esporádica, siempre ha traído consecuencias importantes.

¿Cómo olvidar a la juventud camboyana de los años 70? Durante el gobierno del Khmer Rouge, bandas de adolescentes fueron protagonistas entusiastas de la revolución que asesinó al 25 por ciento de la población. Amantes incansables de su líder Pol Pot, se inmortalizaron en aquellas fotos que los mostraban con sus dieciséis y diecisiete años en la espalda y una carabina contra arrimada al hombro. No dudaban en poner de rodillas y disparar en la nuca a maestros, intelectuales, terratenientes o a cualquier otro que estuviese mínimamente contagiado por la cultura burguesa.


¿O a la juventud china de la Revolución Cultural? Los jóvenes fueron los más fanáticos seguidores del experimento social de Mao-Tse Tung en los años 60 y 70, que terminó con la vida de millones de personas y sumió a la China en la parálisis y la pobreza. En aras de acabar con esa antigua cultura china a la que consideraban opresiva, incendiaban templos, asesinaban monjes y destruían ciudades. Con total ímpetu juvenil, se ataron el pañuelo rojo y enviaron a la tumba a todo aquél que representase el anquilosado pasado.

¿Y la juventud española de la guerra civil? Los asesinos más sanguinarios, de lado y lado, eran casi siempre los jóvenes, ebrios de idealismo y de impaciencia por crear la sociedad perfecta. Nada más rebozante de juventud que el fascista adolescente vaciando su ametralladora sobre la familia de algún intelectual liberal. O el joven republicano, ya fuese trotskista o anarquista, que veía en el violar monjas y fusilar a cualquiera que llevase una cruz al cuello una forma de refundar España.

¿Y las juventudes hitlerianas? Cuando los más viejos y sensatos alemanes ya habían aceptado la derrota, muchachitos idealistas y valientes seguían recorriendo las calles y obligando a todo cobarde a seguir dando la vida por el sueño del Fuhrer. Los soldados rusos se sorprendían, al llegar a Berlín, de que los únicos que los esperaban con las armas en las manos no eran curtidos miembros de la Wehrmacht, sino quinceañeros, hombres y mujeres, que encontraban infinitamente seductor el hecho de morir de forma innecesaria. Por lo general, dejaban a su paso un atajo de cuerpos colgantes que llevaban carteles de “soy un cobarde y me rehusé a luchar contra los bolcheviques”.

¿O los famosos niños-soldados de África? El dictador liberiano Taylor tenía en sus jovencitos adolescentes sus más fieros y leales soldados. Inhalando cocaína con pólvora y masticando kat, no le tenían miedo a nada. Igual de valientes e idealistas eran los muchachos de Sierra Leona que mutilaban a machetazo limpio las manos y los pies de todo aquél que consideraran enemigo.

¿Y los “samuelitos” de la guerrilla salvadoreña? Nadie igualaba a esos niños de doce o trece años en su destreza con los rifles de precisión. Eran también los reyes imbatibles al momento de lanzar granadas o detonar explosivos al paso de algún empresario, hacendado o alto oficial. Tanta era su convicción y tan poco su conocimiento, que torturarlos era inútil.

En la actualidad, el suicida palestino, ya sea hombre o mujer, tiene una edad promedio de diecinueve años. La mayoría, y los más célebres, delincuentes comunes son jóvenes. Como los famosos pandilleros centroamericanos “Directo” y “Demente”. El primero tiene diecisiete años y ha matado a diecisiete personas. El otro quince y ha asesinado a veintiséis. En las calles, está claro que los conductores más agresivos son los jóvenes. Ya desde los tiempos de James Dean, andar a cien por hora, con la música a todo volumen y echando el carro a todo pobre diablo que se ponga por delante es un despliegue inigualable de juventud.

Así, idealizar a la juventud siempre ha sido un grave error. Es verdad que los jóvenes son, en general, más soñadores, más sensibles y más arriesgados. Pero esas características, como demuestra la historia, no siempre son cualidades. Al contrario, la juventud con poder y unas cuantas ideas incompletas y simplistas en la cabeza, es un peligro para todos.

Andinos, no latinos
por Daniel Márquez Soares

El tiempo ha pasado pero, contra todo pronóstico, una particular valla publicitaria continúa decorando los potreros de la Hacienda Gran Ecuador. “Latino se nace, no se hace”, reza el comercial. La propaganda muestra a un sexy latin lover pintando, soplete en mano, a una rubia de apariencia extranjera. La marca que se beneficia del comercial es Zhumir, una bebida conocida por despedazar los hígados y las billeteras de los jóvenes huasicamas que aún no tienen para bebidas semi-decentes. La cosa no queda ahí. Los anuncios de la campaña suelen rematar con perlas del tipo “naciste latino, ¡aprovéchalo!” o, la mejor de todas, “Zhumir: latin spirit”.

Los lacayos de la Gran Hacienda hemos preferido olvidar que el calificativo de “latinoamericano” es mentiroso en la teoría y humillante en la práctica. Mentiroso en la teoría porque se lo inventaron los franceses, en el siglo XIX, para justificar su metedura de narices en los asuntos de esta región.

Los rusos serían los encargados de administrar a los pueblos “eslavos”, los ingleses a los “anglosajones” y “germánicos” y los franceses a los “latinos”. No había mejor forma de meter de un solo plumazo en el mismo frasco a haitianos, caribeños, andinos, brasileños, mexicanos, argentinos y demás países que poquísimo, o nada, tienen en común entre sí.

Así, el calificativo de latinoamericano es un insulto a la inteligencia. Algo así como decir que indonesios y surinameses son culturalmente semejantes porque en su momento ambos fueron gobernados por los holandeses. O que la gente de Barbados es como la de Hawai sólo porque ambos hablan inglés.

Humillante porque, en el imaginario mundial y hollywoodiano, el “latino” hombre es algo así como un cruce de asno con casanova. En materia corporal es un ente privilegiado. No tiene el cuerpo de los negros ni los ojitos de los gringos, pero juega fútbol como nadie, baila salsa como el mejor y es especialista en complacer a mujeres insatisfechas del primer mundo. En el tema económico es un desastre. Así como el judío tiene un don natural para la banca o el libanés para el comercio, el latino lo tiene para vender cocaína (aunque compite ocasionalmente con el magrebí por el negocio del hachís). De optar por la vida honesta es especialista en limpiar pisos, recoger brócoli y tapiar paredes.

También puede enrolarse en un ejército extranjero: nada más típico en las películas que algún cabo Jiménez que, a las órdenes de un sargento negro y un oficial blanco, siempre es el primero en morir. Lo hace en nombre de las barras y las estrellas, desangrándose mientras besa una estampita de la Virgen de Guadalupe. En el tema político y cultural, lo máximo a lo que puede aspirar es a ser escritor exiliado muerto de hambre o tuberculosis. Eso sí, debe idolatrar y rendir respeto lacrimógeno a sus comandantes Ché Guevara y Fidel Castro.

En el plano de las emociones es una verdadera joya. Se enamora a lo bruto, pese a que la fidelidad no es una de sus cualidades y de que ocasionalmente le pega puñetazos a su amada. Tiene un sentido de la amistad, la lealtad y la venganza que los mafiosos envidiarían. En caso de ser traicionado por su mujer, asesina a puñaladas tanto a ella como al amante. No tiene miedo de liarse a puñetazos con quien se le ponga por delante, ni siquiera si éste es su jefe de trabajo o su cuñado.

Lo más interesante, característica superior, es que pese a tanta tragedia siempre está feliz.

La mujer “latina” es en cambio, según el estereotipo, un híbrido de Juana de Arco con Pocahontas. Cuando es joven suele andar rodeada de amigotes y primos que le propinan una paliza al primer galán que se le acerque. Jamás es muy inteligente pero, eso sí, está repleta de perseverancia y amor.

Por lo general termina en la cama de algún machote de puerto o de barrio llamado Manuel o Joaquín que la deja destrozada y con algún hijo. Después va de un amante a otro, mientras trabaja de empleada doméstica o tendera manteniendo sola a su familia hasta que finalmente encuentra a un hombre del primer mundo que la hace feliz para siempre.

Madre abnegada como es, educa siempre unos hijos muy apegados al rol de mujer u hombre, con sólidos valores católicos y apellido raro como “Barnett Hernández”. Sobra decir que, por definición, es una máquina en la cama y una experta en la cocina.

En fin, el latino es la mezcla perfecta de gladiador (fútbol), esclavo (trabajo mal pagado), rebelde y gigoló. Una persona nacida en “Latinoamérica” que no se apegue a este esquema corre un gran riesgo. Un hombre “latino” que no sepa bailar salsa, sea malo en el fútbol y que diga que el Ché Guevara era un asesino será, ante los ojos del mundo, un tipo “raro”. Peor aún si es que insiste en ser inteligente o productivo.

Lo mismo sucederá con la “latina” que no le lance los calzones al primer ciudadano europeo, canadiense o norteamericano que se le cruce por delante, no sepa cocinar o, ¡horror!, que piense que eso de tener fe católica y familia no es tan importante. Ni se diga si es que cualquiera de los dos es malo en la cama.

En fin, por algún extraño motivo antropológico, a los huasicamas de la Hacienda Gran Ecuador les parece cheverísima esta imagen. Quisieran a toda costa ir por el mundo con la gente gritándoles “tú eres latino”. Lo más patético es que, aún aceptando ese ridículo cliché, de latinos no tenemos un gramo. Esa imagen quizás tenga algo que ver con los caribeños y brasileños, pero no con la Hacienda Gran Ecuador. Aquí, somos andinos.

El andino es un tipo diametralmente diferente al caribeño pero poco comercial. No es una imagen apta para el consumo del turista extranjero. El andino es más triste que el más triste tango argentino, más resignado que árabe fundamentalista y más alcohólico que el más borracho de los rusos. Vive un drama interminable al que en el fondo ama y sus frases favoritas son cruelmente fatalistas: “pegue patrón”, “mate o pegue, marido es”, “después del gusto viene el susto”, “la alegría del pobre dura poco”…


El andino no es feliz ni alegre. A diferencia del caribeño, no se levanta a las mujeres de la fiesta cuando está ebrio, sino que se retira a llorar abrazado de sus amigos. No tiene la mirada puesta en el balón de fútbol, ni en su compañera de salsa ni en la utopía socialista, sino perdida. Su música es tristísima pero, tal y como decía Humboldt asombrado, se alegra con ella. Expresa cariño a través de la violencia: le pega a los hijos, le pega a la mujer y no es raro que se peguen entre amigos. Va a misa todos los domingos para convencerse de que tanta miseria es una bendición divina. No es frontal en sus odios y críticas porque eso es pecado: prefiere hacerlo por la espalda, a través del chisme y la serruchada de piso.

En fin, ahora la Hacienda Gran Ecuador se cree “latina”. Es más, huasicamas y terratenientes aseguran estar orgullosos de serlo. ¿Qué pasaría si es que se hiciese un referéndum proponiendo la anexión a Estados Unidos? ¿Cuál opción ganaría?

A la larga, todo esto de “latinos” no es más que los habitantes de la Hacienda Gran Ecuador teniendo vergüenza de declararse “ecuatorianos”. Como la billetera y el color de piel no nos da para decir que somos gringos o españoles, nos toca subirnos a la camioneta “latina”. Tenemos que fingir que jugamos fútbol como los brasileños, bailamos como los colombianos, conquistamos como los dominicanos y somos orgullosos como los mexicanos para olvidarnos de tanta desgracia.


miércoles, noviembre 08, 2006

Mendigos

por Simón Espinosa Jalil

¿Somos un pueblo de mendigos? Es una pregunta que cualquiera se puede preguntar al ver al nuevo patrón de la hacienda Álvaro Noboa conquistando con regalos a un millón y medio de ecuatorianos (en la primera vuelta, porque en la segunda van a ser más del doble).

Para apoyar el argumento, es fácil dar con miles de casos de personas con empleo que cobran el bono solidario o fingen ser discapacitados con el mismo propósito, para redondearse el sueldo; o hablar de la mendicidad en las calles, según dicen un gran negocio que emplea a familias enteras.

Se compara entonces al “pueblo ecuatoriano” con el “pueblo anglosajón”, para el que recibir regalos del Estado (como el seguro por desempleo o los cupones para comprar comida) es una humillación de la que se intenta salir tan pronto como sea posible. Nuestro pueblo, en cambio, se arremolina sin vergüenza alrededor del Mesías para recibir una camiseta que probablemente ni siquiera necesita.

Sin embargo, de ser cierto el argumento, es incompleto, pues ignora la mendicidad de la otra parte de la población. ¿No es igual de mendigo, por más dinero que tenga, quien recibe un monopolio o una zona franca por decreto? ¿No es igual conseguir como favor un contrato del Estado? ¿O no es lo mismo pedir que se anulen las deudas que no queremos pagar, aduciendo que son ilegítimas?

Entonces habría que decir que, efectivamente, somos unos mendigos, pero que ese calificativo se debe aplicar a toda nuestra población, desde el más rico hasta el más miserable.
Esta tesis se confirma con los discursos de los ganadores de la primera vuelta. Álvaro Noboa parece haberse ganado el corazón de los ecuatorianos porque ha “ayudado” y ha “curado” a miles de ecuatorianos, repartiendo plata, harina y medicinas. Rafael Correa ofrece en sus discursos hacer básicamente lo mismo, pero a través del poder del Estado.

Los dos están equivocados para quien cree que al ser humano le indigna aceptar regalos gratuitos y que, al contrario, lo que quisiera es tener los medios para no tener que recibirlos. Pero, francamente, ¿qué idiota puede creer en la dignidad del ser humano cuando ha vivido toda su vida en una hacienda medieval?

Por eso, de acuerdo con los resultados de las elecciones, los dos candidatos están en lo correcto. Así, la diferencia entre izquierda y derecha, en esta hacienda, se reduce a decidir quién nos da el regalo: si el patrón tradicional o el patrón moderno, el Estado.

lunes, noviembre 06, 2006

Fregados pero buenitos

Daniel Márquez Soares

Hay que tener cuidado al escuchar los discursos de los candidatos o las opiniones de ciertos ciudadanos. De tomárselos muy en serio, uno corre el riesgo de abrir los ojos y darse cuenta de que los ecuatorianos somos o demasiado ingenuos o demasiado mediocres. Ante la pregunta de cajón de “¿con qué Ecuador sueña usted?” todos sueltan respuestas que de tan repetidas ya aburren. Nunca faltan las clásicas “en el que haya trabajo y salud para todos” y “verdaderamente democrático”. Otros ya exageran y salen con “del siglo XXI” o “moderno y tecnológico”. El tiro de gracia lo dan los que vienen con su “pluricultural”, “biodiverso”, “pacífico y en armonía” y demás fantasías hippies. Lo máximo que se puede esperar de valentía es un “yo sueño con un Ecuador digno y soberano”.

Uno no deja de preguntarse por qué nadie, ni un solo candidato o activista, ha dicho “yo sueño con un Ecuador rico y poderoso”.

¿Desde cuándo un país con alma de beato se desarrolla? La historia enseña que el mundo y el bienestar le pertenecen a las naciones ambiciosas y dignas, poseedoras de un sentido del orgullo que raya en la soberbia. ¿Es que acaso Finlandia dejó de ser patio trasero ruso poniéndose como objetivo cuidar sus laguitos? ¿Qué movía a Corea del Sur al momento de desarrollarse sino la determinación de nunca más ser zapateada por japoneses y comunistas chinos? ¿Van a decir que Israel ha aguantado más de cinco décadas buscando “armonía”? ¿No será que la gente de Singapur se cansó de chantajes comunistas, malayos y de ser considerado país de campesinos al momento de empezar su ascenso? ¿Qué sería de Taiwán si es que en lugar de decidir ser rico, poderoso y orgulloso hubiese decidido afrontar la amenaza China con llamados a la “pluriculturalidad”? ¿Nos hemos olvidado de que Deng Xiaoping tuvo que gritar que “enriquecerse es glorioso” para que China empezara a ser lo que es hoy en día?

En la triste mentalidad andino-ecuatoriana, ser rico, poderoso y digno es pecado. Es cosa de gente mala. Para ser digno de amor y respeto, hay que ser pobre, impotente y humillado día a día. En política exterior, lo máximo permitido por la decencia ecuatoriana es aspirar a “esa gran patria bolivariana”. Somos tan acomplejados y nos juzgamos tan incapaces que ni siquiera el respeto aspiramos a granjeárnoslo solos. Necesitamos hacerlo en manada, en montonera, con Venezuela y Bolivia de amigotes.

Por eso, preferimos seguir como estamos. Bien buenitos, humilditos y con todo el mundo teniéndonos lástima. Apiñando emigrantes en buques pesqueros y sufriendo humillaciones en las aduanas extranjeras. Gritando “Sí se puede” (algo que en cualquier país digno no se dice porque ya se sobreentiende). Comportándonos impecablemente con países vecinos y socios comerciales que no tienen empacho en tratarnos como a nación inválida. Convencidos de que nuestra corrupción, miseria y desesperanza son cosas culturales, irresolubles. Besando la mano que nos entra a golpes y mendigando nuestra propia soberanía. Fregados pero, eso sí, bien buenitos y bien comportaditos tanto en el panorama nacional como internacional.


¿Qué sucedería si es que mañana un candidato dijese, a viva voz, que lo que quiere es un Ecuador “poderoso y respetado en la esfera internacional”? ¿Y si alguien se atreviese a decir que quiere un país “temido y envidiado por todos sus vecinos”? Lo más probable es que los cínicos se reirían. La mayoría, es de esperarse, se asustarían. Es obvio. En nuestro Ecuador, atestado de cobardes y acomplejados, la población, en sus adentros, no se siente digna de un destino que lleve el adjetivo de “grandioso”.