Crónicas desde la Hacienda Gran Ecuador

¿Harto de no entender al Ecuador? ¿Cansado de la irracionalidad, el caos, el folclor y los abusos? Ya no te tires de los cabellos. Nuestro lugar natal no es una república, no es una nación, no es un país. Es sólo un verde latifundio. ¿Ciudadano tú? No seas ingenuo. A lo máximo a lo que puedes aspirar es a ser un cumplidor capataz. Contigo, Crónicas desde la Hacienda Gran Ecuador, producto de un grupo de esclavos semianalfabetos que han decidido dar un paso hacia la libertad. ¡Únete!

miércoles, junio 21, 2006

Diez negritos

Simón Espinosa Jalil

Diez “afroecuatorianos” son los jugadores titulares de la selección ecuatoriana de fútbol que ha clasificado a la segunda fase del Mundial (el título no es racista, cojudos, sino una ingeniosísima referencia a la novela de misterio más famosa de Agatha Christie).

Pero a pesar de que esos jugadores son los mayores ídolos de casi todos los paisanos de la hacienda, el racismo que la adorna no ha desaparecido ni siquiera de los estadios.

Durante los partidos locales, todavía es común que los aficionados hagan sonidos de orangután cuando quieren burlarse de los jugadores negros del equipo rival.

En las transmisiones del Mundial, muchos comentaristas han calificado a los jugadores africanos como “grandotes” pero “ingenuos”, es decir, fuertes y tontos, lo que confirma el estereotipo. El racismo de ese comentario es más notable todavía porque muchos equipos europeos han presentado jugadores enormes y sin talento, pero nadie ha osado notar el contraste entre su “portentoso” físico y su escasa inteligencia.

Si una selección ecuatoriana de fútbol compuesta casi totalmente por jugadores de origen africano no ha podido disminuir ese retraso mental ni siquiera en temas relacionados con el fútbol, es evidente que, en el resto de asuntos, su influencia es incluso menor.

Eso se ve claramente en el tema de la delincuencia, pues las famosas marchas contra la inseguridad solo se organizan cuando alguien de la clase media o alta (es decir, en nuestra hacienda, blanco o medio blanco) es afectado.

Así, la reacción guayaquileña comenzó con el “secuestro express”, delito que afecta sobre todo a quienes poseen vehículo (15% de la población). Y explotó en la marcha de hace dos semanas cuando murió una niña cerca de una exclusiva zona de la vía a Samborondón.

Mientras tanto, los centenares de violados, asaltados, heridos y muertos entre los mestizos, indios y negros se aceptan como algo cotidiano e inevitable. Cuando ellos organizan sus propias marchas, los medios brillan por su ausencia (mientras la niña de Samborondón recibió una vela encendida diaria durante una semana en todos los noticieros del país).

Así también, solo la semana anterior, en Quito murieron como perros dos obreros de la construcción debido a que ni las empresas constructoras ni el Municipio cumplen con medidas mínimas de seguridad. Como compensación, las familias reciben máximo 2.000 dólares, que es el precio puesto a la vida de estos pobres peones venidos del campo.

Ante esas muertes, perfectamente evitables y, por tanto, injustificables, la misma sociedad que quiere quemar vivo a cualquier acusado de delincuente (si es negro, mejor) y que marcha obediente cada vez que es convocada por sus patrones, calla.

Pero así es nuestro país desde el principio de los tiempos: la igualdad ante Dios y ante la ley es puro cuento. Lo demuestra el hecho de que diez de los once titulares de la selección son negros, mientras que casi todos los hinchas que pagaron más de 6.000 dólares para viajar a Alemania son blancos.

¿Cuántos negros cajeros en el Supermaxi han visto ustedes? ¿En las oficinas de los bancos? ¿En las páginas sociales de Cosas o Fucsia (a menos que sean embajadores africanos o jamaiquinos?)

Hagan una prueba: intenten entrar con un negro del Chota igualito a la Sombra Espinoza a una discoteca o bar y vean lo que sucede.

O si no, solo esperen a que nuestros héroes actuales empiecen a perder, y verán como se convierten otra vez en esos “negros de mierda” (el primer candidato para volver a la normalidad es Félix Borja).

El fútbol solo será señal de cambio cuando en el campo de juego estén diez jugadores blancos, y las suites de los estadios estén llenas de negros bebiendo whisky. Mientras tanto, y a pesar de la alegría momentánea, solo es más de lo mismo.



viernes, junio 16, 2006

COJUDO.COM

"Entre los años 1945 y 1948 gobernó el Perú un destacado jurista, el Doctor José Luis Bustamante y Rivero. Escribía él mismo sus discursos en un castellano castizo y elegante, era de una honradez escrupulosa y tenía la manía del respeto a la Constitución y a las leyes, a las que citaba, vez que abría la boca, para explicar lo que hacía o se debía hacer. La oposición lo bautizó: el cojurídico. Es decir, un idiota que cree que las leyes tienen importancia, que se han hecho para ser cumplidas".

Mario Vargas Llosa, América Latina y la opción liberal.

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Estimado cojudo:

Quería felicitarte por las recomendaciones y reflexiones de tu última columna. Siguiendo el ejemplo del cojudo anterior, quisiera que me aconsejaras con respecto a la siguiente situación. Estudié comunicación social y me he ganado desde entonces la vida como reportero corriente en diferentes medios de comunicación. Hace unos días, supuestamente motivados por mi forma de escribir, me contactaron personas de una oficina de relaciones públicas porque querían que les ayudara a escribir un libro. Me llevé una gran sorpresa cuando me explicaron de qué se trataba la obra. Para resumirlo, consiste en la defensa de uno de los empresarios corruptos de la Hacienda Gran Ecuador que ahora se encuentra prófugo del país. Me han pedido que analice diferentes documentos y entrevistas y que, basado en ello, escriba un libro en el que el presunto corrupto da su versión de los hechos. El libro se enmarca en el conocido “¿Quién se robó al Ecuador?” escrito por un mercenario literario colombiano por encargo de los hermanos Isaías, libro en el que se culpaba de la debacle de 1999 a Fidel Egas.
Ahora, por más que yo esté absolutamente en contra de la corrupción, debo reconocer que me ofrecen una cantidad de dinero más que respetable, equivalente más o menos a dos años de sueldo. Sin embargo, no sé si el hecho de prestar mi pluma para ello me convierte a mí también en un corrupto. ¿Qué crees? Al mismo tiempo, tengo miedo, a pesar de que mi nombre no aparecerá en el libro, de que participar en algo así manche para siempre mi nombre y mi reputación. Acudo a ti para que, basado en tus consideraciones éticas, me des tu opinión. Te agradezco de antemano. Un cojudo, a su pesar.


Querido cojudo:

Hay dos formas de considerar este dilema: la una tiene que ver con las consecuencias del acto que estás considerando realizar; la otra, con la naturaleza del acto en sí mismo.
Desde el primer punto de vista, estarás de acuerdo conmigo en que se debe buscar el mayor bien posible para la mayor cantidad de gente o, al contrario, minimizar el mal. En este caso, seamos sinceros: que participes o no como escritor a favor de este supuesto delincuente no le hace daño a nadie y, al contrario, te hace un bien inmediato a ti, al darte un poco de plata para vivir en este mundo de mierda. Es más, si no lo haces tú, lo hará otra persona, así que ¿por qué no aprovechar la oportunidad y recuperar para ti algo del dinero que esta persona ha robado?
¿Estás de acuerdo conmigo?
Entiendo que no lo estés. A pesar de que la lógica utilitaria es insuperable en ciertos casos, lastimosamente no puede satisfacer totalmente al ser humano espiritual, irracional y ético que es todo cojudo que se respete.
Siempre es necesario considerar el acto en sí mismo y, lastimosamente, colaborar con un delincuente, aunque no le hagamos daño a nadie, nos hace cómplices de su crimen. Ahora bien, tampoco vamos a ser sacerdotes benedictinos y decirte que vas a quemarte en el mismo círculo del infierno que tu amigo el banquero. A lo sumo, te brosterizarás cerca del purgatorio. En todo caso, la naturaleza de tu acto sería inmoral y, si hacemos caso a este argumento, no deberías hacerlo.
Pero ya dejémonos de alturas, bajemos a la gran hacienda donde vivimos, y adaptémonos un poco a la realidad porque, si siguiéramos el argumento de la naturaleza de cada acto que hacemos, la única forma de vivir en castidad sería pegarse un tiro (o sea, no vivir).
Y peor aún si eres periodista, porque si te haces el demasiado moral, no podrías trabajar en ningún lado. ¿Es inmoral trabajar en TC Televisión, propiedad de otros acusados de peculado y que además daña moralmente con su programación al país entero? ¿Es inmoral trabajar en Teleamazonas o Soho, a pesar de que su dueño viola la ley al ser al mismo tiempo banquero y propietario de medios de comunicación? ¿En qué se diferencian esos casos al tuyo?
Así que la respuesta, por desgracia, está en ti y en lo que pueda soportar tu estómago, porque, en este caso, no vas a dañar a nadie sino a ti mismo.
¿Te estás muriendo de hambre? ¿No puedes realmente vivir sin ese dinero? O solo lo usarás en farras y para impresionar a las mujeres. Si es lo primero, adelante: cuídate de que tu nombre no aparezca y haz tu trabajo fríamente, como si fueras un recogedor de basura. Si es lo segundo, no lo hagas y retírate con la cabeza erguida.

Tu amigo,

El cojudo

Con la soga al cuello

En Calderón, a las afueras de Quito, principal casa de hacienda de la Hacienda Gran Ecuador, yace un terreno particular. En él, se encuentran lápidas pero nunca flores. Hay entierros pero nunca sacerdotes. Es el cementerio de suicidas. Descuidado, sombrío y olvidado, carece del estatus de tierra santa y nos recuerda a todos un tiempo no tan lejano en el que matarse era algo poco común y muy mal visto en la Hacienda Gran Ecuador.
Según la Policía Judicial, en 1996 hubo 22 casos de suicidio. En 2006 se reportaron 537. El hecho de que la gente en la Hacienda Gran Ecuador se esté matando 24 veces más que hace una década es muy preocupante, peor aún si es que a ese número le sumamos aquellos suicidios que no se reportan o se camuflan.
¿Qué ha cambiado en todos estos años? Demasiado. Ahora, uno abre el periódico o enciende el televisor y siempre hay algún reportero anunciando que alguien “decidió quitarse la vida”. Con un poco de mala suerte, la noticia viene acompañada de un primer plano del ahorcado con la lengua de fuera. Antes no era así. El suicidio era un tabú sólo comparable a la homosexualidad. Recuerdo que hubo un tiempo en que les cogió a unos cuántos veinteañeros por sacarse las pistolas de los padres y, en algún fin de semana que los dejaban solos, volarse la tapa de los sesos. El procedimiento que seguía la familia era sencillo: se quemaba la nota de despedida, se conversaba lacrimógenamente un poco con el perito de la policía y al final todo aparecía como “accidente con arma de fuego”. Se enterraba al suicida con misa y todo. ¿Cuántos “accidentes” de esos escucharon ustedes? La otra era el suicidio en coche. Un tipo discutía con la novia y horas después se estampaba a ciento ochenta contra la pared. Pese a los testigos que indicaban que el carro había seguido una trayectoria recta hacia el muro, a que no había tráfico y a que el cadáver salía limpio en el alcohol check, se reportaba como “accidente de tránsito”. Hoy en día, en el triste presente de la Hacienda Gran Ecuador, ya ni el suicida ni su familia intentan camuflar la última decisión de su vida.
La Gran Hacienda nunca fue un lugar pro suicidas. No sólo que siempre se ocultaba el hecho (cuando el poeta Miguel Moreno se lanzó de cabeza a un pozo, se inventaron que había visto a su difunta mujer en el fondo y se lanzó a buscarla), sino que carecemos de suicidas célebres. César Dávila se mató en Venezuela y siempre queda la corazonada de que, de haber estado en Ecuador, no lo hubiera hecho. Un suicida por los cuatro costados, Pablo Palacio, no se atrevió a asumir su destino y prefirió irse en el tren de la sífilis. Algunos países, como Argentina o Cuba, cuentan con famosos suicidas; otros, como Brasil o Chile, cuentan incluso con presidentes que caen en dicha categoría. La excepción, podría ser nuestra “Generación decapitada”, aquellos cuatro virtuosos de la forma que la melancolía se encargó de destruir. Sin embargo, cargarán hasta la eternidad la etiqueta de suicidad en un país no habituado a ello y, aberración, pese a que Medardo Ángel Silva se mató en frente de su ex novia, hay aún expertos que afirman que en verdad lo asesinaron o que el disparo fue accidental.
Además del catolicismo, hay otro elemento que ayuda a entender el odio al suicida que existía en la hacienda Gran Ecuador: la sumisión. Ese agachar la cabeza permanente en todos los que no éramos parte de los terratenientes del feudo. Se cuenta que a los soldados chinos les enseñan desde el inicio que los soldados norteamericanos tienen la mejor tecnología pero que también tienen miedo a morir. Por lo tanto, pueden ser vencidos. ¿Quién puede ser más temible que el suicida? Un kamikaze o uno de los shahid palestinos son el símbolo de los hombres que no le tienen miedo a nada ni a nadie. A la larga, se ríen del temor más natural: el miedo a la muerte. Así, aquí siempre ha sido mal visto aquél que se mataba: no sólo que no podía ser chantajeado, sino que tenía cojones, algo prohibido en la Hacienda Gran Ecuador.
Toda esta realidad antisuicida que hemos descrito hace aún más asombrosa y sorprendente la epidemia actual del Ecuador. Cada país ha inventado una forma particular de suicido. En Cuba, algunas suicidas se prenden fuego. En Alemania les da por lanzarse a las rieles del tren. Los gringos tienen una pasión por el monóxido de carbono que emiten sus lindos Ford con motor de ocho cilindros y por la escopeta de doble gatillo (recuerden a Hemingway). Los japoneses son los reyes del clavado al pavimento o la puñalada a las vísceras. En la Hacienda Gran Ecuador, hay toda una institución suicida nacional llamada fósforo blanco, mejor conocida como los diablillos. Es difícil imaginarse una muerte más horrible. Los diablillos perforan todos los órganos internos y, aún cuando alcancen a ser retirados por medio de un lavado, matan por el daño hepático que producen. Mientras, el desdichado tiene por lo general hasta setenta y dos horas para pensar en lo que acaba de hacer, sabiendo que ya no hay vuelta atrás. Una forma de morir lenta y sufridora, igual que la forma de vivir que nos gusta a los habitantes de la Gran Hacienda. A otros cuántos les gusta tomarse a pico un trago de pesticida. Arriba, abajo, al centro y adentro… de la fosa. En general, los hombres se matan más que las mujeres. Pero no es porque, como se les ocurre a los psicólogos, los hombres reprimamos nuestras emociones al punto de acabar matándonos. Es porque cuando los hombres deciden matarse lo hacen y sanseacabó. En cambio, las mujeres gustan de tomarse dos pastillitas y llamar a medio mundo a despedirse, o cortarse medio centímetro las muñecas, horizontalmente. Coincidencialmente, siempre las encuentran a tiempo y lo suyo sólo cataloga como intento de suicidio.
Lo más triste, lo más indignante de la historia, es que en la Hacienda Gran Ecuador suicidarse es cosa de pobres. Ni siquiera la depresión y la miseria existencial son democráticas en esta tierra olvidada. Cuando algún rico se cuelga, parece que el patrón se rompe. Pero todo es falsa alarma: los millonarios suicidad suelen ser mujeres atormentadas u hombres endeudados hasta el cuello (preferimos omitir sus nombres). Nuestros suicidas no son poetas, ni amantes, ni políticos derrocados, ni generales vencidos ni religiosos fanáticos, son gente pobre que incluso para matarse no tuvo a la mano nada más que el propio cinturón. El ahorcamiento es la elección más común.
Y así es nuestro infame latifundio. Cuando eran los ricos y los literatos quienes se mataban, los suicidios se tapaban y se encubrían. Ahora, cuando son los pobres quienes se quitan la vida, nadie tiene empacho en ponerlos en las portadas de los periódicos o los titulares de los noticieros. El otro día escuché a una cínica vieja aristócrata decir que matarse por pobreza es materialismo. Yo prefiero darle la vuelta al argumento. Nuestros pobres no se están matando por materialistas. Se están matando porque la Hacienda Gran Ecuador es materialista. Porque aquí, el peor pecado es no tener dinero. Porque sin dólares todo, sobre todo la felicidad, está vedado en estos potreros. Y así, cada vez son más los ciudadanos del feudo que suben voluntariamente al patíbulo. Y puede que, como afirman las religiones monoteístas, vayan al infierno. Pero, ¿quién puede culpar a nuestros suicidas, cuando éstos ya no consiguen imaginar un infierno peor que la Hacienda Gran Ecuador?

Daniel Márquez Soares