Vivir con el chantaje
por Daniel Márquez Soares
Quienes correteamos por los potreros de la Hacienda Gran Ecuador nos hemos acostumbrado a vivir bajo la sombra del chantaje y la amenaza.
Las calles de las ciudades, por ejemplo, son uno de los mayores caldos de cultivo para esta práctica. Basta tener una dosis de audacia y descaro para apropiarse de un espacio de la vía pública y cobrar vacuna a todo aquél que ose detenerse por allí. Los famosos “cuidadores” exigen que se les pague en caso de que alguien quiera ejercer el legítimo derecho a parquearse donde le venga en gana. Los que se rehúsan, sufren advertencias de que algo le puede suceder a su carro o se encuentran con la carrocería misteriosamente rayada.
En los buses sucede otro tanto. La calma de los pasajeros se ve turbada cuando sube algún vendedor malencarado. Tras solicitar que le compren su producto, el comerciante suele añadir que acaba de abandonar la vida delictiva y que espera un reconocimiento por ello. De paso, sugiere que, de fracasar en la venta de caramelos, volverá a la vida de navajero, para desdicha de los presentes. Otro tanto hace el niño del semáforo que pide que le den limosna para no volverse drogadicto o el reo del penal que solicita dinero público para rehabilitarse y dejar la mala vida.
La política no es la excepción. Cada vez que se deben hacer ajustes económicos, empiezan las amenazas de paralizaciones. Los perdedores, desde la extrema izquierda hasta el gran patrón de hacienda Álvaro Noboa, suelen advertir sobre una “guerra civil”. Cualquier grupúsculo radical o separatista suele exigir demandas absurdas destacando que irán hasta las “últimas consecuencias”. Algunos empresarios sabidos, al primer contratiempo, amenazan con crisis económicas y desaparición de puestos de empleo.
En fin, los huasicamas de la Gran Hacienda, desde de a pie hasta el Presidente, demostramos una tolerancia infinita hacia el chantaje. Dejamos que cualquiera venga a imponernos su voluntad a punta de amenaza. Esto no hace más que demostrar la debilidad de nuestro sistema legal y un endémico irrespeto por la propiedad pública. Lo más curioso es que consideramos justo el pagar cuidadores, “colaboración” el dar limosna bajo coerción y “diálogo” el ceder ante las presiones de lobbys y políticos matones. Insistimos en considerar un asunto moral, a lo que en verdad es un asunto policial.
por Daniel Márquez Soares
Quienes correteamos por los potreros de la Hacienda Gran Ecuador nos hemos acostumbrado a vivir bajo la sombra del chantaje y la amenaza.
Las calles de las ciudades, por ejemplo, son uno de los mayores caldos de cultivo para esta práctica. Basta tener una dosis de audacia y descaro para apropiarse de un espacio de la vía pública y cobrar vacuna a todo aquél que ose detenerse por allí. Los famosos “cuidadores” exigen que se les pague en caso de que alguien quiera ejercer el legítimo derecho a parquearse donde le venga en gana. Los que se rehúsan, sufren advertencias de que algo le puede suceder a su carro o se encuentran con la carrocería misteriosamente rayada.
En los buses sucede otro tanto. La calma de los pasajeros se ve turbada cuando sube algún vendedor malencarado. Tras solicitar que le compren su producto, el comerciante suele añadir que acaba de abandonar la vida delictiva y que espera un reconocimiento por ello. De paso, sugiere que, de fracasar en la venta de caramelos, volverá a la vida de navajero, para desdicha de los presentes. Otro tanto hace el niño del semáforo que pide que le den limosna para no volverse drogadicto o el reo del penal que solicita dinero público para rehabilitarse y dejar la mala vida.
La política no es la excepción. Cada vez que se deben hacer ajustes económicos, empiezan las amenazas de paralizaciones. Los perdedores, desde la extrema izquierda hasta el gran patrón de hacienda Álvaro Noboa, suelen advertir sobre una “guerra civil”. Cualquier grupúsculo radical o separatista suele exigir demandas absurdas destacando que irán hasta las “últimas consecuencias”. Algunos empresarios sabidos, al primer contratiempo, amenazan con crisis económicas y desaparición de puestos de empleo.
En fin, los huasicamas de la Gran Hacienda, desde de a pie hasta el Presidente, demostramos una tolerancia infinita hacia el chantaje. Dejamos que cualquiera venga a imponernos su voluntad a punta de amenaza. Esto no hace más que demostrar la debilidad de nuestro sistema legal y un endémico irrespeto por la propiedad pública. Lo más curioso es que consideramos justo el pagar cuidadores, “colaboración” el dar limosna bajo coerción y “diálogo” el ceder ante las presiones de lobbys y políticos matones. Insistimos en considerar un asunto moral, a lo que en verdad es un asunto policial.