Crónicas desde la Hacienda Gran Ecuador

¿Harto de no entender al Ecuador? ¿Cansado de la irracionalidad, el caos, el folclor y los abusos? Ya no te tires de los cabellos. Nuestro lugar natal no es una república, no es una nación, no es un país. Es sólo un verde latifundio. ¿Ciudadano tú? No seas ingenuo. A lo máximo a lo que puedes aspirar es a ser un cumplidor capataz. Contigo, Crónicas desde la Hacienda Gran Ecuador, producto de un grupo de esclavos semianalfabetos que han decidido dar un paso hacia la libertad. ¡Únete!

viernes, junio 16, 2006

Con la soga al cuello

En Calderón, a las afueras de Quito, principal casa de hacienda de la Hacienda Gran Ecuador, yace un terreno particular. En él, se encuentran lápidas pero nunca flores. Hay entierros pero nunca sacerdotes. Es el cementerio de suicidas. Descuidado, sombrío y olvidado, carece del estatus de tierra santa y nos recuerda a todos un tiempo no tan lejano en el que matarse era algo poco común y muy mal visto en la Hacienda Gran Ecuador.
Según la Policía Judicial, en 1996 hubo 22 casos de suicidio. En 2006 se reportaron 537. El hecho de que la gente en la Hacienda Gran Ecuador se esté matando 24 veces más que hace una década es muy preocupante, peor aún si es que a ese número le sumamos aquellos suicidios que no se reportan o se camuflan.
¿Qué ha cambiado en todos estos años? Demasiado. Ahora, uno abre el periódico o enciende el televisor y siempre hay algún reportero anunciando que alguien “decidió quitarse la vida”. Con un poco de mala suerte, la noticia viene acompañada de un primer plano del ahorcado con la lengua de fuera. Antes no era así. El suicidio era un tabú sólo comparable a la homosexualidad. Recuerdo que hubo un tiempo en que les cogió a unos cuántos veinteañeros por sacarse las pistolas de los padres y, en algún fin de semana que los dejaban solos, volarse la tapa de los sesos. El procedimiento que seguía la familia era sencillo: se quemaba la nota de despedida, se conversaba lacrimógenamente un poco con el perito de la policía y al final todo aparecía como “accidente con arma de fuego”. Se enterraba al suicida con misa y todo. ¿Cuántos “accidentes” de esos escucharon ustedes? La otra era el suicidio en coche. Un tipo discutía con la novia y horas después se estampaba a ciento ochenta contra la pared. Pese a los testigos que indicaban que el carro había seguido una trayectoria recta hacia el muro, a que no había tráfico y a que el cadáver salía limpio en el alcohol check, se reportaba como “accidente de tránsito”. Hoy en día, en el triste presente de la Hacienda Gran Ecuador, ya ni el suicida ni su familia intentan camuflar la última decisión de su vida.
La Gran Hacienda nunca fue un lugar pro suicidas. No sólo que siempre se ocultaba el hecho (cuando el poeta Miguel Moreno se lanzó de cabeza a un pozo, se inventaron que había visto a su difunta mujer en el fondo y se lanzó a buscarla), sino que carecemos de suicidas célebres. César Dávila se mató en Venezuela y siempre queda la corazonada de que, de haber estado en Ecuador, no lo hubiera hecho. Un suicida por los cuatro costados, Pablo Palacio, no se atrevió a asumir su destino y prefirió irse en el tren de la sífilis. Algunos países, como Argentina o Cuba, cuentan con famosos suicidas; otros, como Brasil o Chile, cuentan incluso con presidentes que caen en dicha categoría. La excepción, podría ser nuestra “Generación decapitada”, aquellos cuatro virtuosos de la forma que la melancolía se encargó de destruir. Sin embargo, cargarán hasta la eternidad la etiqueta de suicidad en un país no habituado a ello y, aberración, pese a que Medardo Ángel Silva se mató en frente de su ex novia, hay aún expertos que afirman que en verdad lo asesinaron o que el disparo fue accidental.
Además del catolicismo, hay otro elemento que ayuda a entender el odio al suicida que existía en la hacienda Gran Ecuador: la sumisión. Ese agachar la cabeza permanente en todos los que no éramos parte de los terratenientes del feudo. Se cuenta que a los soldados chinos les enseñan desde el inicio que los soldados norteamericanos tienen la mejor tecnología pero que también tienen miedo a morir. Por lo tanto, pueden ser vencidos. ¿Quién puede ser más temible que el suicida? Un kamikaze o uno de los shahid palestinos son el símbolo de los hombres que no le tienen miedo a nada ni a nadie. A la larga, se ríen del temor más natural: el miedo a la muerte. Así, aquí siempre ha sido mal visto aquél que se mataba: no sólo que no podía ser chantajeado, sino que tenía cojones, algo prohibido en la Hacienda Gran Ecuador.
Toda esta realidad antisuicida que hemos descrito hace aún más asombrosa y sorprendente la epidemia actual del Ecuador. Cada país ha inventado una forma particular de suicido. En Cuba, algunas suicidas se prenden fuego. En Alemania les da por lanzarse a las rieles del tren. Los gringos tienen una pasión por el monóxido de carbono que emiten sus lindos Ford con motor de ocho cilindros y por la escopeta de doble gatillo (recuerden a Hemingway). Los japoneses son los reyes del clavado al pavimento o la puñalada a las vísceras. En la Hacienda Gran Ecuador, hay toda una institución suicida nacional llamada fósforo blanco, mejor conocida como los diablillos. Es difícil imaginarse una muerte más horrible. Los diablillos perforan todos los órganos internos y, aún cuando alcancen a ser retirados por medio de un lavado, matan por el daño hepático que producen. Mientras, el desdichado tiene por lo general hasta setenta y dos horas para pensar en lo que acaba de hacer, sabiendo que ya no hay vuelta atrás. Una forma de morir lenta y sufridora, igual que la forma de vivir que nos gusta a los habitantes de la Gran Hacienda. A otros cuántos les gusta tomarse a pico un trago de pesticida. Arriba, abajo, al centro y adentro… de la fosa. En general, los hombres se matan más que las mujeres. Pero no es porque, como se les ocurre a los psicólogos, los hombres reprimamos nuestras emociones al punto de acabar matándonos. Es porque cuando los hombres deciden matarse lo hacen y sanseacabó. En cambio, las mujeres gustan de tomarse dos pastillitas y llamar a medio mundo a despedirse, o cortarse medio centímetro las muñecas, horizontalmente. Coincidencialmente, siempre las encuentran a tiempo y lo suyo sólo cataloga como intento de suicidio.
Lo más triste, lo más indignante de la historia, es que en la Hacienda Gran Ecuador suicidarse es cosa de pobres. Ni siquiera la depresión y la miseria existencial son democráticas en esta tierra olvidada. Cuando algún rico se cuelga, parece que el patrón se rompe. Pero todo es falsa alarma: los millonarios suicidad suelen ser mujeres atormentadas u hombres endeudados hasta el cuello (preferimos omitir sus nombres). Nuestros suicidas no son poetas, ni amantes, ni políticos derrocados, ni generales vencidos ni religiosos fanáticos, son gente pobre que incluso para matarse no tuvo a la mano nada más que el propio cinturón. El ahorcamiento es la elección más común.
Y así es nuestro infame latifundio. Cuando eran los ricos y los literatos quienes se mataban, los suicidios se tapaban y se encubrían. Ahora, cuando son los pobres quienes se quitan la vida, nadie tiene empacho en ponerlos en las portadas de los periódicos o los titulares de los noticieros. El otro día escuché a una cínica vieja aristócrata decir que matarse por pobreza es materialismo. Yo prefiero darle la vuelta al argumento. Nuestros pobres no se están matando por materialistas. Se están matando porque la Hacienda Gran Ecuador es materialista. Porque aquí, el peor pecado es no tener dinero. Porque sin dólares todo, sobre todo la felicidad, está vedado en estos potreros. Y así, cada vez son más los ciudadanos del feudo que suben voluntariamente al patíbulo. Y puede que, como afirman las religiones monoteístas, vayan al infierno. Pero, ¿quién puede culpar a nuestros suicidas, cuando éstos ya no consiguen imaginar un infierno peor que la Hacienda Gran Ecuador?

Daniel Márquez Soares

2 Comments:

At 2:22 p. m., Anonymous Anónimo said...

Poetas suicidas del Ecuador: antes de los decapitados, la Dolres Veintimilla, luego los cuatro y Alfonso Moreno Mora, al que Raúl Andrade omitió de su "retablo"; David Ledesma unas pocas décadas después, luego el muerto en vida Pedro Moreno; la guayaquileña Carolina Patiño. Y, reciencito, el escritor Andrés Castro. ¿Y que los ricos no se matan? Claro, lo de Pascal Michelet fue gripe...

 
At 8:54 p. m., Anonymous Anónimo said...

Tienje toda la razón.

 

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